jueves, 4 de octubre de 2012

Sobre el objeto que me representa

Lo primero, perdón por la tardanza (si es que alguien estaba a la espera). 

Para remediar estos lapsos sin escribir y que alguien me ayude a refinar mi estilo y el modo en que lo hago (aunque sea obligado, porque le pago), he comenzado un taller de escritura creativa en Fuentetaja, y como no podía ser de otra manera, nos han pedido como primer trabajo que escribamos.


Nos han instado a que hablemos sobre ese objeto que nos identifica. Hay quien pensará que claramente aquello con lo que se me puede relacionar son las chapas y los broches, ya que soy un fan absoluto de estos complementos, y poseo cajas y cajas llenas de adornos de este tipo. Tanto me gustan que los que hay en el mercado no me satisfacen y llego a hacerlos yo mismo con diversos materiales y objetos (fieltro, lana, cremalleras, muñecos de LEGO, muñecos Playmobil...). Pero aún así, no creo que este sea el objeto que me identifica.

Aquellos que me han conocido recientemente, pueden concluir sin lugar a dudas que lo que me representa  es mi móvil. Es verdad, estoy loco con mi cacharrito. Si no es una aplicación es otra. Ya sea de fotos y filtros, juegos, creación de melodías, redes sociales o medios de información, cualquiera es válida para hacer que me desconecte del entorno y me aísle por un rato... O unas horas... O bueno, vale, una tarde completa. Pero sé que es pasajero. Las nuevas tecnologías avanzarán y el móvil quedará a un lado, destronado por cualquier otro "cacharrito".

Sólo aquellos que me conocen a través del tiempo, el espacio y las modas, son capaces de conocer el objeto que ha perdurado, el que ha estado conmigo y del que no me despego en ninguna época del año, pues lo busco en distintas texturas, colores y tamaños, para que me guarde y proteja, incluso en las frescas noches tarifeñas. Aunque no puedo negar, que es en invierno cuando no me separo de ella, salvo para dormir.

Para que entendáis mi amor por esta prenda, y mi grado de identificación, tengo que remontarme a mi tierna infancia, pues es ahí donde se gestan muchas de nuestras manías, gustos y aversiones.
Cuando era pequeño, vivía con mis padres en Fuenlabrada, pero como mi madre trabajaba en Madrid, decidió que donde tenía que estudiar era en la Capital, cerquita de ella, por lo que pudiera pasar. Esta es la excusa oficial, pero yo que llevo treinta y dos años viviéndola y queriéndola muchísimo, y sabiendo que es un pelín clasista, intuyo que el motivo real era que prefería que su hijo acudiese a clase con los hijos de los abogados, médicos y arquitectos del barrio de Chamberí, que con los de los parquesistas, fontaneros y pintores de Fuenlabrada. Ya ves tú, ella que es cocinera en una casa...
Vivir en el extrarradio y estudiar en el centro, suponía viajar, madrugar, correr para coger el tren y pasar mucho frío por la mañana. Lo de viajar, no me importaba, era casi una aventura diaria, de la que podría hablar otro día. Madrugar tampoco, no había conocido otra cosa, así que madrugaba hasta los fines de semana. Correr para coger el tren era parte de la aventura. Pero con el frío, llegaba el horror: El Buzo de Lana.
Lo tenía en dos colores azul marino y verde militar, que en cuestión de uniformes de colegio religioso es lo que se llevaba en los ochenta. Y no podría decir cual me gustaba menos. Incluso me atrevo a afirmar, que no se por cual de los dos sentía más odio. En primer lugar, despeinaban, no sólo cuando te lo ponían, que notabas cómo el pelo se aplastaba contra tu frente, sino que también lo hacían cuando te lo quitabas al llegar al cole. Lo bueno es que nadie se reía de aquello, porque todos estábamos igual de destartalados en términos de peluquería (todos llevábamos buzo de lana...). Y en segundo lugar, picaba mucho. Era algo insoportable que te obligaba a rascarte sin parar, y cuando te lo habías quitado, como se te había irritado el cuero cabelludo te seguía picando y te seguías rascando, que hacía que cuando te lo volvían a poner te picase más... Y así sucesivamente hasta el infinito.

Así fue cómo, con estas experiencias previas, mi madre un día se deshizo de los buzos y llegó a mi vida LA BUFANDA. De nuevo, llegaron dos a la vez, como podéis imaginar en azul marino y en verde militar, que en cuestión de uniformes de colegio religioso ya se sabe. Suaves las dos, acariciaban mi cara con su tierna lana, abrigaban mi cuello, mis orejas y como novedad, tapaban mi nariz y mi boca, lo que hacía que el aire fuese más cálido y no doliese al entrar por  mis fosas nasales y pasar por mi garganta. Que la bufanda tapase estas partes de mi cara, añadía una experiencia nueva, ya que me permitía oler, a lo largo de toda mi aventura matutina, la colonia Nenuco que mi madre  apresuradamente me había rociado. "Vamos, la colonia rapidito que llegamos tarde al tren, Jacobo". Qué frescura de olor... Ya daba igual el frío, las carreras o los trenes... Y lo mejor de todo... Ni despeinaba, ni picaba...

Aquí comenzó mi andadura con las bufandas (o prendas que se ponen en el cuello). Las he tenido cortas, largas, gruesas, finas, estrechas; de un solo color, de dos colores alternos o infinidad de ellos; con dibujo, lisas, a rayas; de punto estrecho o punto ancho; incluso tengo una que es un gorro largo, largo, muy largo, que se abraza impúdica a mi cuello. Para verano, la bufanda se convierte en pañuelo, como le ocurre a la mariposa, y aunque penséis que estas prendas no tienen nada que ver, para mí sigue siendo mi prenda, lo que me sigue y complementa, protegiendo, he de confesar, mi punto débil: la garganta.

En los años noventa tuve un "affaire" con la prenda que se denomina braga. Todo el mundo tenía una. Más corta, se podía podía guardar en un bolsillo, se cerraba con un cordón ajustándose a tu cuello... Pero algo fallaba, más o menos era lo mismo... pero no. Y entonces me di cuenta. ¿Dónde quedaba la elegancia de un buen nudo? ¿Dónde la exquisitez amorosa del brazo de la bufanda atrapando cálidamente un cuello? Entiendo que aquellos que tengan que hacer deporte de montaña, deban priorizar tamaño, espacio y peso, pero no es mi caso, aún no se me ha perdido nada en el Everest o el Himalaya.

Eso sí, no soy radical y cuando no son necesarias las dejo descansar, porque un exceso de mimo y protección puede ser perjudicial y creo que hay una línea muy fina entre gusto y adicción. Así comprenderéis que en ocasiones no vaya acompañado de alguna de mis queridísimas BUFANDAS.

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